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Llega el 2 de febrero y con esta fecha los tamales y atoles con que se celebra el día de la Candelaria. Esta celebración relacionada con la Iglesia Católica es una de las más gozosas y por ello, un agasajo que es importante recordar en su significado más profundo. 

 

Los tamales y los atoles son ancestrales en este territorio, con ellos festejamos este día en México, lo cual está tan normalizado en nuestra comunidad que nunca nos cuestionamos las razones, sin embargo, entenderlas, nos abre a cosmovisiones prehispánicas sincretizadas con las españolas esenciales en nuestro mestizaje. 

 

Los tamales en México se realizan entre los mayas desde hace centurias, tanto los mayas yucatecos y los quichés, según afirma el arqueólogo Enrique Vela, editor de Arqueología Mexicana, fueron básicos en sus dietas. No solo en su consumo cotidiano sino en su cocina ceremonial. La identificación del tamal en las pinturas mayas así lo acreditan entre los del Clásico (200-900 d.C.) quienes lo vincularon con sus deidades, particularmente con la del maíz, fenómeno que se extenderá entre otras comunidades prehispánicas.

 

El atole es más ancestral, pues está ligado a la nixtamalización y al consumo del maíz en su versión líquida, por lo menos desde el Preclásico Medio (1000 – 800 a.C.) que es cuando se genera esta técnica donde el agua ya está implícita, una vez que la masa se obtiene es posible realizar con ella diversas formas, pero también su dilución para generar atolli palabra que proviene del náhuatl atl agua, en diminutivo, atolli “agüita”. 

 

Ambos platillos fueron y son dos delicias provenientes del maíz, planta originaria de Mesoamérica, que en realidad es una invención de las comunidades prehispánicas pues fue, es y será dada por el hombre y nunca por la naturaleza. Tan relevante es su origen y la sabiduría ligada al conocimiento profundo de su ser que eventualmente se encumbró en una deidad, eje de su cosmovisión. Por eso tanto el atole como el tamal son el equivalente líquido y sólido de lo que en la iglesia católica son el vino y la oblea. Estos alimentos son dones de los dioses, dignos de un festejo vinculados al inicio de la vida con todo su esplendor, de la luz del mundo, de las concepciones traídas por españoles a estas tierras donde se reinterpretan con las propias. 

 

El maíz es el producto de los hombres, es el producto de su sabiduría, de su ser más íntimo ligado a lo que nos hace que seamos, a todas nuestras potencias, en tamal o en atole, es el punto de unión de nuestra humanidad con la creación, el creador de todo lo que somos, fuimos y seremos, tal y como el niño Dios es en el mundo católico el punto de convergencia entre nuestra humanidad y la deidad en el seno del cristianismo, por ello a los pueblos que nos precedieron les hizo tanto sentido el consumo de una versión sólida y líquida del maíz en un ritual donde el niño Jesús se revela a toda la humanidad, justo en esa misma medida, como la concurrencia de un ser verdadero Dios y verdadero hombre. 

Pero no solo es la semiótica implícita en el maíz, y en el Verbo encarnado, lo que permitió esta unión tan perfecta sino la particularidad del catolicismo mexicano, ligado a María, tan adorada más que venerada, estimada, querida o admirada en este territorio nacional. 

 

Una de las diferencias de la Iglesia Católica en México, es que la institución acá es más mariana que cristiana, esto se debe a que durante el siglo XVI la iglesia protestante insistiría en que María no siempre fue virgen, por ello, el dogma a la Inmaculada Concepción de María se convertiría en una de las más importantes defensas de la institución, así las congregaciones evangelizadoras que llegaron al principio a México: franciscanos, dominicos y agustinos, impulsaron, sobre todo, una iglesia profundamente vinculada a la “Madre de Dios”.

 

La evangelización tuvo un importante acento en las celebraciones de María por eso en México desde el Adviento y hasta el día de la Candelaria los festejos son tan relevantes. Los otros momentos  del Año Litúrgico tienen su importancia pero no al nivel de aquellos que tienen que ver con la Rosa Mística. 

 

En estricto orden, durante el adviento se celebrarán las posadas, luego vendrá la Nochebuena, la Navidad, la Epifanía, y por último la Candelaria. Todos los festejos dedicados a la Virgen de las Vírgenes. 

 

Así, el Adviento, tan cristiano, palidece en México frente a las Posadas, que representan a los nueve meses en que María cargó al niño Dios en su vientre, las cuales se realizan nueve días antes de la Navidad. Llega el día de la Noche Buena, el 24 de diciembre, donde se realiza la última de las Posadas y además se hace una cena en la vigilia del nacimiento del Redentor quien se festejará el 25 en todo su esplendor, día en que María cumple la promesa eterna, para darle paso al día de Los Reyes en donde cada uno de estos magos, quienes simbolizan a los poderosos de los continentes europeo, asiático y africano, con Melchor, Gaspar, y Baltazar, ofrecedores de mirra, oro e incienso, buscan agradar a María para que les permita el contacto con el niño Dios. Finalmente el círculo mariano termina cuando la Madre del Salvador revela plenamente a la humanidad a su hijo, a la Luz del Mundo, en el templo donde lo lleva y lo presenta, en el día que llamamos de la Candelaria, de las candelas, de las luces.

 

En México las posadas tradicionales implican realizar mínimamente un Rosario en latín, y tras las oraciones con los peregrinos quienes piden posada en la casa donde serán recibidos, vendrán los festejos. Tras partir la piñata que representa al demonio pues cada uno de sus siete picos son un pecado capital: lujuria, ira, soberbia, envidia, avaricia, pereza y gula. La piñata tan bella y atractiva como lo es el pecado, el mal, ya quebrada, da lugar a más festejos, que se disfrutan con la fruta de la estación que llega a los concurrentes como los dones de Dios, que brotaron o se desbordaron de los adentros del diablo, de su metáfora, que reventada da paso a tejocotes, cañas, jícamas, mandarinas y cacahuates “de a montón”. 

 

La Nochebuena se festeja con una cena que recuerda la abundancia que está por venir al mundo y que reúne a la familia al encuentro con María quien está apunto de dar a luz, a la verdadera luz del espíritu, al niño Dios, por eso la familia también reza, la apoya, y una vez llegadas las buenas nuevas del nacimiento de Cristo se celebra este con el arrullo del niño al cual se acuesta en el pesebre previamente dispuesto en el hogar. Bordeado por colación en el manto donde se le arrulló, al bebé se le besa, tras tomarle uno de los dulces para disfrutar de su dulzura y a manera de bendición por haber esperado, en últimas, su Nacimiento. 

 

Días después, el 6 de enero, se celebra la Epifanía, el momento de la revelación o manifestación, en el que el mundo rinde pleitesía al niño Dios a través de sus Sabios. Por eso, en México, se prepara la rosca de Reyes que simboliza la vida, en sus infinitos ciclos, por ser esta un círculo en donde se oculta al niño Dios y en donde solamente una persona tendrá la fortuna de encontrarse con él. Poco se piensa, pero el regocijo de quien lo obtiene debería ser equiparable a quien se gana la lotería, pues es un acto más excepcional, que el de los Reyes quienes fueron en pos de él, ya que quien se encuentra con Él, en el trozo de rosca, logra convertirse en una especie de elegido. Se trata pues de una alegoría de la vida donde muchos se esfuerzan en ese infinito de encontrar respuestas, sólo reservadas para unos pocos. 

 

Rebanar la rosca, y buscar en cada parte al niño, es la búsqueda del hombre de fe por Dios, sólo uno tendrá esa bendición, de encontrarse con el niño, el bebé, la semilla de una espiritualidad aún mayor, y podrá tener el honor de convertirse en su padrino, pues tendrá que protegerle en el centro de su espiritualidad para que crezca plenamente, no solo para el individuo sino para con quienes lo compartirá, por ello el día de la Candelaria tendrá que presentar al niño en el templo, literalmente, en el día de la vela, de la flama, lo vestirá para presentar a Cristo formalmente a toda la humanidad, y ese día se festejará realizando una comida que es privilegio del feliz padrino. Honor de pocos, pero gracia de todos. 

 

En ese contexto y en ese espacio mexicano, los tamales regionales con los sabores de los atoles locales se multiplican para compartirse con generosidad, con la alegría del espíritu, de la vida, con quienes se quiere, con quienes se compartió la rosca, la esperanza del hallazgo, pero con aquello que fue y es para el pueblo de México un ocultamiento de otros tiempos, de otras creencias, que también se revelan para quienes las pueden ver, y que también llegan hasta nuestra parte más íntima, a la barriga, para darnos el sustento, la vida, la energía de ser y seguir siendo un pueblo de maíz. Así, el atole y el tamal se hacen parte de nosotros como Cristo pretende serlo en el mundo católico. Son dos delicias que se filtran, se interiorizan en el mexicano, y siguen dándonos identidad, son guisos que nos llegan por el estómago y que hacemos nuestros, en más de una manera, pues son parte de un encuentro tan profundo como aquel que en la rosca se revela, y se queda presente en nuestros corazones, en la cosmovisión que seguimos manteniendo a pesar de los procesos históricos, sociales, religiosos y culturales que se van dando y que repetimos año tras año, como un círculo, como una rosca que no tiene inicio, ni fin, que no acaba.

 

Autor: Ricardo Bonilla

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